30/08/2013

Perú, diez años cicatrizando


La Hoyada, una explanada de la ciudad de Ayacucho, en la sierra sur de Perú, que en la década de los ochenta fue el tiradero de cadáveres del cuartel principal del Ejército, está ahora en gran parte invadida por casas, pero también tiene espacio para una cruz que recuerda a los desaparecidos.
Es una zona que las organizaciones de víctimas de la violencia del periodo que fue de 1980 al año 2000 esperan que sea reconocida como un santuario de la memoria. Este año se cumple una década de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, que documentó que el departamento de Ayacucho fue el más afectado por la violencia del grupo terrorista de Sendero Luminoso y por la lucha contrasubversiva.
Los ayacuchanos reivindican la importancia de construir un relato que recupere la memoria de aquellos tiempos de violencia, y lamentan que el Estado peruano aún no se muestre preparado para resolver ni simbólica ni materialmente las penurias de la posguerra.
“El informe no tuvo el impacto que se esperaba”, comenta a EL PAÍS el antropólogo y profesor de la Universidad San Cristóbal de Huamanga Mariano Aronés. “Pero eso no significa que el tema no se trate, ni que las personas no quieran recordar, sino que se da en otros espacios como, por ejemplo, los de las familias. De muchas maneras es posible decir que se vive el trauma. Hay desencanto entre quienes hicieron servicio militar y no los retribuyeron en nada, hay padres que violaron a mujeres y ahora son muy celosos de sus hijas”, refiere el académico, que ha realizado investigaciones sobre exmilitares y policías.
Aronés, hijo de un policía asesinado por Sendero Luminoso en 1983, considera que el informe de la Comisión no ha sido aceptado como un texto de valor institucional porque desvela culpas que no se quieren asumir: “Asigna responsabilidades con nombres y apellidos, y en este país de irresponsables nadie quiere reconocer sus errores”.
“Queramos o no somos una sociedad convaleciente. En Ayacucho escucho permanentemente: ‘¿Cómo el Estado no es capaz de voltear la mirada y atendernos? Hubo pérdidas y el Estado debe decirnos’”, añade el antropólogo, que recuerda que siendo candidatos a la presidencia, Alan García y Ollanta Humala se reunieron con las organizaciones de víctima de Ayacucho para ofrecerles encargarse de las reparaciones, y que desde entonces, sin embargo, ha habido pocos avances.
La parte positiva durante estos últimos años, según el profesor Aronés, ha sido la cantidad de exhumaciones que ha habido y la entrega de los restos a las familias de las víctimas. Más allá de las dificultades, darles sepultura es una sanación. Los familiares dicen, ‘por fin puedo dormir tranquilo’. Esa sí es una forma de resarcir sus sufrimientos. Según uninforme difundido esta semana por la Defensoría del Pueblo, hay 6.462 sitios de entierro en el país y, según la Fiscalía de la Nación, son más de 15.700 las personas que desaparecieron en los 20 años de violencia.
El mismo reporte de la Defensoría del Pueblo indica que hay aspectos pendientes que el Estado debe resolver. Por ejemplo: quienes murieron o resultaron heridos como producto de acciones antiterroristas o antisubversivas posteriores al año 2000 no son considerados por ley víctimas que merezcan una reparación.
Aronés también destacó un aspecto no abordado por parte del Estado: la necesidad de un protocolo para las personas (incluidos menores) que fueron reclutadas por Sendero Luminoso y que han sido rescatadas en acciones contrasubversivas.
“Un abogado me pidió un informe pericial como antropólogo por dos mujeres de la etnia ashaninka que fueron detenidas en un campamento de Sendero Luminoso. Una fue llevada por Sendero cuando tenía dos o tres años, la otra un poco mayor. Cuidaban a los niños, preparaban comida, nunca salieron del campamento, no sabían en qué parte del país estaban, no tenían apellido, nunca habían visto dinero”, relata el antropólogo, cuyo peritaje evitó que las mujeres fueran sentenciadas por terrorismo. “No entendían bien castellano, ni tenía ideología, pues ni entendían”.
Yuber Alarcón, asesor en Ayacucho del programa Apoyo para la Paz, considera que entre 2004 y 2005 “la población de Ayacucho y las víctimas sí hicieron suyo el informe y acompañaron el trabajo de difusión. Entonces creció el número de organizaciones de víctimas en las provincias, pero desde fin del gobierno del presidente Alejandro Toledo ha perdido vigencia y significado”.
Otra mirada es la del antropólogo y retablista ayacuchano Edilberto Jiménez, autor de un libro que retrató las masacres en Chungui, distrito de Ayacucho que perdió al 17% de su población entre 1983 y 1984: 1.384 muertas o desaparecidas. “Gracias a la visión de la Comisión de la Verdad se sabe cuál ha sido la dimensión de la guerra sucia o la violencia”.
Treinta años de búsquedas
Adelina García es la presidenta de la Asociación de Familiares de Secuestrados y Desaparecidos del Perú, la primera organización de víctimas de la violencia, que este 2 de septiembre cumple 30 años de fundación. La dirigente, quechuahablante, perdió a su esposo cuando él era estudiante universitario en Ayacucho. Debido a los golpes que sufrió cuando se lo llevaban, ella también perdió un bebé en gestación.
Para García, el principal logro de la Comisión de la Verdad es la existencia actual del Registro Único de Víctimas de la Violencia, una de las recomendaciones que sí cumplió el Estado. Se trata del listado de quienes deben recibir una reparación, sea económica, simbólica, en salud o en educación. Actualmente hay registradas 182.350 víctimas: un 59% son víctimas directas de la violencia y el 41% restante son familiares de las primeras.
La presidenta de la asociación de familiares reconoce que los comisionados no pudieron investigar todo debido al poco tiempo de trabajo. “Muchos pueblitos y anexos adonde no llegan los carros ni las carreteras se han quedado sin dar testimonio”, expresa en su local del Parque Maravillas, en Ayacucho.
Adelina García critica que una tercera parte de los casos se ha judicializado pero en muchos están archivando las investigaciones o absolviendo a los culpables. “A veces hay más dolor para nosotros”, dice. Ella también considera que las víctimas reciben poco dinero: 3.500 dólares por familia, sin tener en cuenta cuántos miembros tiene cada familia o si en una familia ha habido más de una víctima.
Mientras tanto, el antropólogo Lurgio Gavilán, autor del libro más revelador sobre estos años de violencia, Memorias de un soldado desconocido, afirma que pese al tiempo transcurrido y a los proyectos de cooperación de las ONG, algunas comunidades de su región que eran pobres en el tiempo de la violencia, siguen así. “Ahora hay más necesidad. Más plata hay que hacer; la tierra se empobrece, hay que comprar televisor, celular, gastar en servicios que antes no tenían”.
Y las herramientas de asunción del dolor que todavía usan en pueblos ayacuchanos, según cuenta Gavilán, que estuvo en Sendero Luminoso desde niño y de adulto llegó a ser fraile franciscano, a menudo son primarias. El puro silencio es una de las maneras que tienen las familias de rehuir a los rencores entre vecinos. Rencores que solo asoman a veces, como en los carnavales, cuando la gente está bebida. También emplean ritos simbólicos vinculados con el odio y el perdón. Un ejemplo de esto es que la familia de un culpable le regale un toro a la familia afectada por este.

Reportagem de Jacqueline Fowks

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